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El atropello de la Segunda República 
Pensábamos anoche al abandonar la tribuna:
“¡Si pudiera existir un agua y un jabón que sirviese para
lavarnos ahora mismo el alma...!”. Porque algo ajeno y
sucio parecía habérsenos adherido repugnantemente.
Salíamos de presenciar el acoso de un hombre.
Ante toda la cámara expectante, bajo las miradas de las
tribunas, negras de gente; desde el barco más elevado,
como si pretendiese que el muro le guardase las
espaldas, aquel hombre había procurado explicar con
voz enronquecida cómo había ganado sus millones.
Sincera o insinceramente, nos había mostrado los peldaños que sus pies de
conquistador de fortunas hollaron hasta llegar a esa altura en que detrás del
que la escala se colocan los siete ceros de la opulencia. 
-Trabajé con suerte, y soy rico- vino a decir. 
Pero el director general de Seguridad, señor Galarza, habló después para
arrancar a zarpazos los velos que, según él, encubrían el origen de aquellos
millones; el contrabando de tabaco, la concesión de un monopolio por el
Gobierno de la dictadura, la historia de unas cartas suplantadas en relación
con acusaciones de espionaje. Fríamente, con dureza en la que parecía
traslucirse el odio, el jefe de la Policía clavaba dardo tras dardo en las carnes
del hombre de los millones. En una gran parte de la Cámara el olor de la
carnicería suscitaba esa voluptuosidad que conocen los asiduos a las peleas
de gallos y a las muchedumbres linchadoras. Cuando don Juan March quiso
defenderse, ni aun halló amparo en una experiencia oratoria de la que
carece, y sus frases nacieron como acardenaladas y tambaleantes por el
castigo de las frases del director general de Seguridad.
Entonces muchos diputados radicalsocialistas y de la extrema izquierda de la
Cámara le acosaron con sus interrupciones, que venían a ser como
mordiscos en los flancos de la res que ya va herida. La otra mitad de la
Cámara asistía muda y quieta al espectáculo cruel. El presidente rogó que se
aplazase el debate para darle un curso regular en otro día. Pero aún se alzó
el señor Galarza para clavar el puñal de misericordia -lentamente,
tranquilamente, heladamente, vocalizando bien- en la víctima (7-XI-31).
Wenceslao Fernández Flórez, 1931 (cronista parlamentario).
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